INSTITUCION EDUCATIVA MONSEÑOR RAMON ARCILA.
SEDE PUERTAS DEL SOL IV Y V.
JORNADA TARDE.
GRADO 5.7
Santiago de cali, Abril 13 2021. S10-C06 CIENCIAS SOCIALES 5.7
PLAN LECTOR
Objetivo del PLAN LECTOR: Presentar los elementos más destacados de los diferentes episodios de la historia humana mediante una narrativa simple y amena, para acercar al lector al descubrimiento de los sucesos que cambiaron la historia, de los hombres que transformaron el mundo y de los cambios socioculturales que sentarían las bases de la sociedad moderna.
DESEMPEÑOS: Proporcionar elementos bibliográficos al estudiante, capaces de expandir su entendimiento del mundo y sus fenómenos. • Presentar la historia de la humanidad y sus procesos de forma amena, ágil y estructurada. • Desarrollar capacidades comprensivas de contexto, así como habilidades críticas que contribuyan a la construcción de un criterio social e histórico. • Ubicar al estudiante dentro de su entorno, desde una perspectiva histórica y social.
Ernst H. Gombrich
Breve Historia del Mundo
ÉRASE UNA VEZ
Pasado y recuerdo—Antes de que hubiera seres humanos—Lagartos gigantes—Una Tierra sin vida—Un Sol sin Tierra—¿Qué es la historia?
Todas las historias comienzan con «érase una vez». La nuestra sólo pretende hablarnos de lo que fue una vez. Una vez fuiste pequeño y, puesto en pie, apenas alcanzabas la mano de tu madre. ¿Te acuerdas? Si quisieras, podrías contar una historia que comenzase así: Érase una vez un niño o una niña…, y ése era yo. Y, una vez, fuiste también un bebé envuelto en pañales. No lo puedes recordar, pero lo sabes. Tu padre y tu madre fueron también pequeños una vez. Y también los abuelos. De eso hace mucho más tiempo. Sin embargo, lo sabes. Decimos: son ancianos; pero también tuvieron abuelos y abuelas que pudieron decir del mismo modo: érase una vez. Y así continuamente, sin dejar de retroceder. Detrás de cada uno de esos «érase una vez» sigue habiendo siempre otro. ¿Te has colocado en alguna ocasión entre dos espejos? ¡Tienes que probarlo! Lo que en ellos ves son espejos y espejos, cada vez más pequeños y borrosos, uno y otro y otro; pero ninguno es el último. Incluso cuando ya no se ven más, siguen cabiendo dentro otros espejos que están también detrás, como bien sabes.
Eso es, precisamente, lo que ocurre con el «érase una vez». Nos resulta imposible imaginar que acabe. El abuelo del abuelo del abuelo del abuelo…, ¡qué mareo! Pero, vuelve a decirlo despacio y, con el tiempo, lograrás concebirlo. Añade aún otro más. De ese modo llegamos a una época antigua y, luego, a otra antiquísima. Siempre más allá, como en los espejos. Pero sin dar nunca con el principio. Detrás de cada comienzo vuelve a haber siempre otro «érase una vez».
¡Es un agujero sin fondo! ¿Sientes vértigo al mirar hacia abajo? ¡También yo! Por eso vamos a lanzar a ese profundo pozo un papel ardiendo. Caerá despacio, cada vez más hondo. Y al caer, iluminará la pared del pozo. ¡Lo ves aún allá abajo? Continúa hundiéndose; ha llegado ya tan lejos que parece una estrella minúscula en ese oscuro fondo; se hace más y más pequeño, y ya no lo vemos.
Así sucede con el recuerdo. Con él proyectamos una luz sobre el pasado. Al principio, iluminamos el nuestro; luego, preguntamos a personas mayores; a
continuación, buscamos cartas de individuos ya muertos. De ese modo vamos proyectando luz cada vez más atrás. Hay edificios donde sólo se almacenan notas y papeles viejos escritos en otros tiempos; se llaman archivos. Allí encontrarás cartas redactadas hace muchos cientos de años. En cierta ocasión, en uno de esos archivos, tuve en mis manos una que decía sólo esto: «¡Querida mamá! Ayer tuvimos para comer unas trufas magníficas. Tuyo, Guillermo». Se trataba de un principito italiano de hace 400 años. Las trufas son un alimento muy valioso.
Pero esta visión dura sólo un momento. Luego, nuestra luz va descendiendo con rapidez creciente: 1.000 años; 2.000 años; 5.000 años; 10.000 años. También entonces había niños a quienes les gustaba comer cosas buenas. Pero todavía no eran capaces de escribir cartas. 20.000, 50.000 años; y también aquella gente decía entonces «érase una vez». Nuestra luz del recuerdo es ya diminuta. Luego, se apaga. Sin embargo, sabemos que la cosa sigue remontándose. Hasta un tiempo archiprimitivo en el que no había aún seres humanos. En el que las montañas no tenían la apariencia que hoy tienen. Algunas eran más altas. Con el paso del tiempo, la lluvia las ha desleído hasta convertirlas en colinas. Otras no estaban todavía ahí. Crecieron lentamente saliendo del mar, a lo largo de muchos millones de años.
Pero, antes aún de que existieran, hubo aquí animales. Muy distintos de los actuales. Enormemente grandes, casi como dragones. ¿Cómo lo sabemos? A veces encontramos sus huesos profundamente enterrados. En Viena, en el Museo de Historia Natural, puedes ver, por ejemplo, un Diplodocus. Diplodocus; ¡vaya nombre tan raro! Pues el animal aún lo era más. No habría cabido en una habitación; ni en dos. Tiene el tamaño de un árbol alto; y una cola tan larga como medio campo de fútbol. ¡Qué ruido debía de hacer aquel lagarto gigante—pues el Diplodocus era un lagarto gigante—cuando marchaba a cuatro patas por la selva virgen en la prehistoria!
Pero tampoco eso fue el principio. También ahí hemos de continuar hacia atrás; muchos miles de millones de años. Es fácil decirlo, pero, piensa un momento. ¿Sabes cuánto dura un segundo? Lo que te cuesta contar deprisa 1, 2, 3. ¿Y cuánto tiempo son mil millones de segundos? ¡32 años! ¡Imagínate, pues, lo que pueden durar mil millones de años! Por aquel entonces no había animales grandes; sólo caracoles y moluscos. Y si seguimos retrocediendo, no había ni siquiera plantas. Toda la Tierra se hallaba «desierta y vacía». No había nada: ningún árbol, ningún arbusto, ninguna hierba, ninguna flor, nada de verde. Sólo aridez, rocas peladas y el mar; el mar vacío, sin peces, sin moluscos, hasta sin lodo. Y si escuchas sus olas, ¿qué te dicen? «Érase una
vez». La Tierra, una vez, era quizá tan sólo una nube de gas comprimida como otras que podemos ver —mucho mayores— a través de nuestros telescopios. Dio vueltas alrededor del Sol durante miles de millones, e incluso billones de años; al principio sin rocas, sin agua y sin vida. ¿Y antes? Antes tampoco existía el Sol, nuestro amado Sol. Sólo extrañas, muy extrañas estrellas gigantes y otros pequeños cuerpos celestes se arremolinaban entre las nubes de gas en el espacio infinito.
«Érase una vez»…; también yo siento vértigo al llegar aquí e inclinarme hacia abajo de ese modo. Ven, regresemos rápidos al Sol, a la Tierra, al hermoso mar, a las plantas, a los moluscos, a los lagartos gigantes, a nuestras montañas y, luego, a los seres humanos. ¿Verdad que es como volver a casa? Y, para que el «érase una vez» no tire continuamente de nosotros hacia ese agujero sin fondo, vamos a preguntar sin esperar ni un momento más: «¡Alto! ¿Cuándo fue?».
Si al hacerlo preguntamos también: «¿Como fue, en realidad?», estaremos preguntando entonces por la historia. No por una historia, sino por la historia, que llamamos historia universal. Con ella vamos a comenzar ahora.
LOS MAYORES INVENTORES DE TODOS LOS TIEMPOS
El maxilar inferior de Heidelberg—El hombre del Neandertal— La prehistoria—El fuego—Los utensilios—El hombre de las cavernas—El lenguaje—La pintura—La magia—La Glaciación y el Paleolítico—El Neolítico—Palafitos—La Edad del Bronce—Personas como tú y yo.
En Heidelberg (Alemania) se excavó en cierta ocasión un sótano. En él, profundamente enterrado, se encontró un hueso; un hueso humano. Se trataba de un maxilar inferior. Pero ninguna persona actual tiene ya esa clase de maxilares tan sólidos y fuertes. Y los dientes encajados en él eran igual de potentes. El ser humano al que perteneció la mandíbula podía, desde luego, morder a conciencia. De eso debió de hacer mucho tiempo pues, si no, ¡no se hallaría tan profundamente enterrada!
En otro lugar de Alemania, en el Neandertal (el valle del río Neander), se encontró en cierta ocasión un hueso de cráneo. La cubierta del cerebro de un ser humano. No tienes por qué asustarte, aunque era terriblemente… interesante, pues tampoco esa clase de cubiertas craneanas existen hoy en día. Aquel individuo no tenía una verdadera frente, pero sí unos grandes bultos sobre las cejas. Ahora bien, nosotros pensamos con lo que tenemos detrás de la frente; y si aquella persona no poseía una frente de verdad, es posible que pensara menos. En cualquier caso, tener que pensar debió de fastidiarle más que a nosotros. En otros tiempos hubo, por tanto, gente menos capaz de pensar que nosotros hoy en día, pero que podía morder mucho mejor.
«¡Alto!», me dirás ahora. «Eso va contra lo que acordamos. ¿Cuándo existió esa gente; qué eran; y cómo fue todo eso?».
Me sonrojo y me veo obligado a responderte que aún no lo sabemos con exactitud, aunque llegaremos a descubrirlo con el tiempo. Cuando seas mayor, podrás ayudar a resolver esta tarea. No lo sabemos, porque esas personas no fueron capaces de dejar ningún escrito. Y porque el recuerdo no llega tan atrás. (Actualmente ya no tengo por qué sonrojarme tanto, pues, si bien algunas cosas que aquí se dicen no son del todo acertadas, he realizado, al menos, una profecía correcta: hoy sabemos realmente más sobre cuándo vivieron los primeros seres humanos. Lo han resuelto los científicos, al descubrir que algunas sustancias como la madera, las fibras vegetales y las rocas volcánicas se transforman despacio, pero constantemente. De esa manera se puede calcular cuándo se formaron o crecieron. Como es natural,
se han seguido buscando y excavando con mucho empeño restos humanos, y se han hallado más huesos, sobre todo en África y China, tan antiguos, por lo menos, como el maxilar de Heidelberg. Se trata de nuestros antepasados, con sus frentes abombadas y sus pequeños cerebros, que comenzaron a utilizar piedras a modo de utensilios hace quizá ya dos millones de años. Los hombres del Neandertal aparecieron hace aproximadamente 100.000 años y poblaron la Tierra durante casi 70.000. Debo excusarme ante ellos por algo que he dicho, pues, aunque seguían teniendo frentes abultadas, su cerebro era apenas menor que el de la mayoría de los seres humanos actuales. Nuestros parientes más próximos no surgieron, probablemente, hasta hace unos 30.000 años.)
«¡Pero —me dirás— todos esos “quizá” y “aproximadamente”, sin dar nombres ni fechas exactas, no son historia!». Y tienes razón. Es algo que está antes de la historia. Por eso se llama prehistoria, pues sólo sabemos con mucha imprecisión cuándo sucedió. No obstante, conocemos algunos datos acerca de esos seres humanos a quienes llamamos hombres primitivos. En efecto, cuando comenzó la verdadera historia —cosa que ocurrirá en el capítulo siguiente—, los hombres tenían ya todo cuanto poseemos nosotros hoy: ropa, viviendas y utensilios; arados para arar, semillas para hacer pan, vacas que ordeñar, ovejas que esquilar y perros para la caza y como amigos. Flechas y arcos para disparar y yelmos y escudos para protegerse. Pero todo eso tuvo que haber sucedido por primera vez en alguna ocasión. ¡Alguien tuvo que haberlo inventado! Imagínate, ¿verdad que es interesante? En algún momento del pasado, un hombre primitivo tuvo que haber tenido la ocurrencia de que la carne de los animales salvajes se mordería mejor si se ponía antes sobre el fuego y se asaba. ¿O quizá se le ocurrió a una mujer? Y, una vez, alguien cayó en la cuenta de cómo hacer fuego. Imagínate lo que eso significa: ¡hacer fuego! ¿Sabes hacerlo tú? ¡Pero no con cerillas, no, pues no existían, sino con dos palitos que se frotaban uno con otro tanto rato que se iban calentando hasta ponerse finalmente al rojo! ¡Inténtalo! ¡Verás lo difícil que es!
Alguien inventó también los utensilios. Ningún animal sabe qué es un utensilio. Sólo el ser humano. Los utensilios más antiguos debieron de haber sido simples ramas o piedras. Pero, pronto, esas piedras se tallaron en forma de martillos puntiagudos. Se han encontrado enterradas muchas de esas piedras talladas. Y como entonces todos los utensilios eran aún de piedra, este periodo se llama Edad de Piedra. Sin embargo, por aquellas fechas, la gente no sabía construir casas. Eso suponía una gran incomodidad, pues en
aquel tiempo solía hacer a menudo mucho frío. A veces, mucho más que hoy. Los inviernos eran entonces más largos, y los veranos más cortos, que los de ahora. La nieve se mantenía durante todo el año hasta muy abajo de las montañas, llegando a los valles; y los grandes glaciares de hielo avanzaron enormemente, penetrando en las llanuras. Por eso se puede decir que la primera Edad de Piedra coincidió con las glaciaciones. Los hombres primitivos debían de vivir helados y se alegraban cuando encontraban cuevas que podían protegerlos a medias del viento y el frío. Por eso se les llama también hombres de las cavernas, aunque es muy improbable que habitaran siempre en ellas.
¿Sabes qué más inventaron los hombres de las cavernas? ¿Se te ocurre? El lenguaje. Me refiero al lenguaje de verdad. Los animales pueden chillar cuando algo les hace daño, y lanzar gritos de advertencia cuando les amenaza un peligro. Pero no pueden nombrar nada con palabras. Sólo los seres humanos son capaces de algo así. Los hombres primitivos fueron quienes primero lo lograron.
También realizaron otro hermoso invento. La pintura y la talla. En las paredes de las cuevas seguimos viendo aún muchas figuras que tallaron y, luego, pintaron. Ningún pintor de hoy podría hacerlas más bellas. Ha pasado tanto tiempo, que en esas pinturas vemos animales que han dejado de existir. Elefantes con largas pelambreras y colmillos retorcidos: los mamuts; y otros animales de la era glacial. ¿Por qué crees que los hombres primitivos pintaron esa clase de animales en las paredes de sus cuevas? ¿Sólo para adornar? ¡Pero si en ellas estaban completamente a oscuras! No se sabe con certeza, pero se cree que intentan realizar encantamientos. Creían que, si se pintaban sus imágenes en la pared, los animales acudirían enseguida. Igual que cuando, a veces, decimos bromeando: «Hablando del rey de Roma, por la carretera asoma». Estos animales eran sus presas; sin ellas se habrían muerto de hambre. Por tanto, también inventaron la magia. Y no estaría nada mal poder servirnos de ella, pero hasta ahora nadie lo ha conseguido.
La época de las glaciaciones duró más de lo que podemos imaginar. Muchas decenas de miles de años. Sin embargo, eso fue bueno, pues, de lo contrario, los seres humanos, a quienes pensar les costaba aún un gran esfuerzo, difícilmente habrían tenido tiempo para inventar todas aquellas cosas. No obstante, con el tiempo fue haciendo más calor sobre la Tierra; el hielo se retiró en verano a las montañas más altas y los seres humanos, iguales ya a nosotros, aprendieron con el calor a plantar hierbas de las
estepas, triturar sus semillas y hacer con ellas una papilla que se podía cocer al fuego. Era el pan.
Pronto aprendieron a construir tiendas y a domesticar los animales que vivían en libertad. De ese modo se desplazaron de un lado a otro con sus rebaños, de manera parecida a como lo hacen hoy, por ejemplo, los lapones. Pero como entonces había en los bosques muchos animales salvajes, lobos y osos, algunos tuvieron una idea genial, como es propio de esa clase de inventores: construyeron casas en medio del agua, sobre estacas clavadas en el suelo. Se llaman palafitos. Aquellas personas tallaban y pulían ya muy bien sus utensilios de piedra. Con una segunda piedra más dura taladraban en sus hachas, también de piedra, agujeros para el mango. ¡Vaya trabajo! Seguro que duraba todo un invierno. Y, cuando había terminado, el hacha se les partía a menudo en dos y había que comenzar desde el principio.
Luego, descubrieron cómo cocer barro en hornos para hacer cerámica, y pronto fabricaron bellos recipientes con dibujos sobre la superficie. Pero para entonces, en la Edad de Piedra más reciente, el Neolítico, se había dejado de pintar animales. Y al final, hace unos 6.000 años, 4.000 a. C., se llegó a una manera mejor y más cómoda de elaborar utensilios: se descubrieron los metales. No todos de una vez, por supuesto. Al principio, se descubrieron las piedras verdes que, fundidas al fuego, se convierten en cobre. El cobre tiene un hermoso brillo y con él se pueden forjar puntas de flecha y hachas, pero es muy blando y se embota antes que una piedra dura.
Los seres humanos supieron también poner remedio a esto. Se les ocurrió que había que mezclar con el cobre otro metal muy raro para hacerlo más duro. Ese metal es el cinc, y la aleación de cobre y cinc se llama bronce. La época en que los hombres hacían de bronce sus yelmos y espadas, sus hachas y cazuelas, pero también sus brazaletes y collares, se llama, naturalmente, Edad del Bronce.
Fíjate ahora en esa gente vestida de pieles que va remando en sus barcas hechas de un tronco hacia las aldeas construidas sobre estacas. Llevan cereales, o también sal de las minas. Beben de bellas jarras de arcilla, y sus mujeres y muchachas se adornan con piedras de colores y con oro. ¿Crees que se han producido muchos cambios desde entonces? Eran ya personas como nosotros. A menudo se portaban mal unos con otros; muchas veces, con crueldad y malicia. Así somos también nosotros, por desgracia. También entonces debió de haberse dado el caso de que una madre se sacrificara por su hijo; y también debió de haber amigos dispuestos a morir unos por otros. No más a menudo, pero tampoco menos que en la actualidad. ¿Y por qué?
¡De eso hace tan sólo de 10.000 a 3.000 años! Desde entonces no hemos tenido aún tiempo de cambiar mucho.
Pero, a veces, cuando hablamos o comemos pan o nos servimos de un utensilio o nos calentamos junto al fuego, deberíamos recordar agradecidos a los hombres primitivos, los mayores inventores de todos los tiempos.
EL PAÍS DEL NILO
El rey Menes—Egipto—Un himno al Nilo—El faraón—Las pirámides—La religión de los antiguos egipcios—La esfinge—Jeroglíficos—El papiro—Revolución en el Imperio Antiguo—Las reformas de Eknatón.
Aquí —tal como te lo había prometido— dará comienzo la historia. Con un entonces. Vamos allá: hace 5.100 años, en el año 3100 a. C., así lo creemos hoy, gobernaba en Egipto un rey llamado Menes. Si quieres saber más detalles sobre el camino que lleva a Egipto, deberías preguntárselo a una golondrina. Al llegar el otoño, cuando hace frío, la golondrina vuela hacia el sur. Va a Italia por encima de las montañas, sigue luego un pequeño trecho sobre el mar, y enseguida está en África, en aquella parte de África más próxima a Europa. Allí, cerca, se encuentra Egipto.
En África hace calor y pasan meses y meses sin llover. Por eso, en muchas regiones, crecen muy pocas plantas. La tierra es desértica. Así ocurre a derecha e izquierda de Egipto. En el propio Egipto no llueve tampoco con frecuencia. Pero en aquel país no se necesitaban lluvias, ya que el Nilo lo atraviesa por medio. Dos veces al año, cuando llovía mucho en sus fuentes, el río inundaba todo el país. Y había que recorrerlo con barcas entre casas y palmeras. Y cuando el agua se retiraba, la tierra quedaba magníficamente empapada y fertilizada con un jugoso barro. Entonces, bajo el calor del Sol, crecían allí los cereales tan magníficos como en casi ningún otro lugar. Por eso, los egipcios rezaban a su Nilo desde los tiempos más antiguos, como si se tratara del propio buen Dios. ¿Quieres oír un canto que le dirigían hace 4.000 años?
«Te alabo, oh Nilo, porque sales de la Tierra y vienes aquí para dar alimento a Egipto. Tú eres quien riega los campos y puede alimentar toda clase de ganado. Quien empapa el desierto alejado del agua. Quien hace la cebada y crea el trigo. Quien llena los graneros y engrandece los pajares, quien da algo a los pobres. Para ti tocamos el arpa y cantamos».
Así es como cantaban los antiguos egipcios. Y hacían bien, pues el Nilo enriqueció tanto al país que Egipto llegó a ser también muy poderoso. Sobre
todos los egipcios gobernaba un rey. El primer rey soberano del país fue, precisamente, el rey Menes. ¿Sabes cuándo ocurrió aquello? 3.100 años a. C. ¿Recuerdas, quizá, por la historia de la Biblia cómo se llaman en ella los reyes de Egipto? Faraones. El faraón era increíblemente poderoso. Vivía en un inmenso palacio de piedra, con grandes y gruesas columnas y muchos patios; y lo que decía tenía que hacerse. Todos los habitantes del país debían trabajar para él cuando él quería. Y a veces lo quería.
Un faraón que vivió no mucho después del rey Menes, el rey Keops —2.500 años a. C.— ordenó, por ejemplo, que todos sus súbditos contribuyeran a levantar su tumba. Tenía que ser una construcción como una montaña. Y así fue, por cierto. Todavía existe hoy. Se trata de la famosa pirámide de Keops. Quizá la has visto ya muchas veces en fotografía. Pero no puedes ni imaginar su tamaño. Cualquier gran iglesia cabría dentro de ella. Se puede trepar sobre sus bloques gigantescos; es como escalar una montaña. Y, sin embargo, quienes llevaron sobre rodillos y apilaron unas sobre otras esas enormes piedras fueron seres humanos. En aquellos tiempos no había aún máquinas. A lo más, rodillos y palancas. Todo se debía arrastrar y empujar a mano. Imagínate, ¡con el calor que hace en África! Así, a lo largo de 30 años, unos 100.000 hombres bregaron duramente para el faraón durante los meses que dejaba libre el trabajo de los campos. Y cuando se cansaban, un vigilante del rey les obligaba a continuar arreándoles con látigos de piel de hipopótamo. De ese modo arrastraron y levantaron las gigantescas cargas; todo para el sepulcro del rey.
Quizá preguntes cómo se le pasó al rey por la cabeza hacerse construir aquella gigantesca sepultura. Eso tiene que ver con la religión del antiguo Egipto. Los egipcios creían en muchos dioses; a la gente con esas creencias se les llama paganos. Según ellos, varios de sus dioses habían gobernado anteriormente en la Tierra como reyes; por ejemplo, el dios Osiris y su esposa, Isis. También el Sol era un dios, de acuerdo con sus creencias: el dios Amón. El mundo subterráneo está gobernado por otro con cabeza de chacal, llamado Anubis. Los egipcios pensaban que cada faraón era hijo del dios Sol. De no haber sido así, no le habrían tenido tanto temor ni habrían permitido que les diera tantas órdenes. Los egipcios tallaron figuras de piedra gigantescas y mayestáticas para sus dioses, tan altas como casas de cinco pisos; y templos tan grandes como ciudades enteras. Ante los templos se alzaban elevadas piedras puntiagudas de granito hechas de una pieza; se llaman obeliscos. Obelisco es una palabra griega que significa algo así como «espetoncillo». En varias ciudades puedes ver aún hoy esos obeliscos traídos de Egipto.
Para la religión egipcia eran también sagrados algunos animales, como, por ejemplo, los gatos. Los egipcios imaginaban así mismo algunos dioses con figura de animal, y los representaban de ese modo. El ser con cuerpo de león y cabeza humana que llamamos «esfinge» era para los antiguos egipcios un dios poderoso. Su gigantesca estatua se encuentra al lado de las pirámides y es tan grande que en su interior tendría cabida todo un templo. La imagen del dios sigue vigilando los sepulcros de los faraones desde hace ya más de 5.000 años; la arena del desierto la cubre de vez en cuando. ¡Quién sabe cuánto tiempo más seguirá haciendo guardia!
Pero lo más importante en la curiosa religión de los egipcios era la creencia en que las almas de las personas abandonan, sin duda, el cuerpo al morir el ser humano, pero siguen necesitándolo de algún modo. Los egipcios pensaban que el alma no podía sentirse bien si su anterior cuerpo se transformaba en tierra tras la muerte.
Por eso conservaban los cadáveres de los difuntos de una manera muy imaginativa. Los frotaban con ungüentos y jugos de plantas y los envolvían en largas tiras de tela. Estos cadáveres conservados así e incorruptibles se llaman momias. Hoy, después de muchos miles de años, no se han descompuesto todavía. Las momias se depositaban primero en un ataúd de madera; el ataúd de madera, en otro de piedra; y el de piedra no se introducía tampoco en la tierra, sino en una sepultura de roca. Quien podía permitírselo, como el «hijo del Sol», el faraón Keops, hacía que se levantara para él toda una montaña de piedra. ¡Allí, muy dentro de su interior, la momia estaría, indudablemente, segura! Eso es lo que se esperaba. Pero todas las preocupaciones y todo el poder del rey Keops fueron inútiles: la pirámide se halla vacía.
En cambio, se han encontrado conservadas todavía en sus sepulcros las momias de otros reyes y de muchos antiguos egipcios. Estas sepulturas están dispuestas como viviendas para las almas cuando acudían a visitar su cuerpo. Por eso había en ellas alimentos, muebles y vestidos, y muchas imágenes de la vida del difunto, incluido su propio retrato, para que el alma encontrase la tumba correcta cuando deseaba visitarla.
En las grandes estatuas de piedra y en las pinturas realizadas con bellos y vivos colores vemos todavía hoy todas las actividades de los egipcios y el tipo de vida que entonces se llevaba. Es cierto que no pintaban propiamente de manera exacta o natural. Lo que en la realidad aparece detrás se suele mostrar allí superpuesto. Las figuras son a menudo rígidas: sus cuerpos se ven de frente, y las manos y los pies de lado, de modo que parecen
planchados. Pero los antiguos egipcios lograban lo que les interesaba. Se ven con gran exactitud todos los detalles: cómo cazan patos en el Nilo con grandes redes; cómo reman y pescan con largas lanzas; cómo trasiegan agua a los canales para los campos; cómo arrean las vacas y las cabras a los pastizales; cómo trillan el grano y cuecen pan; cómo confeccionan calzado y ropa; cómo soplan vidrio—¡ya sabían hacerlo entonces!—, moldean ladrillos y construyen casas. Pero también se ven muchachas jugando al balón o tocando la flauta y hombres que van a la guerra y traen a su país extranjeros prisioneros, por ejemplo negros, con todo el botín.
En las sepulturas de las personas distinguidas se ven llegar embajadas de otros países portando tesoros; y cómo el rey condecora a sus ministros fieles. Se ve a los muertos rezar ante las imágenes de los dioses con las manos alzadas; y se les ve también en casa, en banquetes con cantantes que se acompañan al arpa y saltimbanquis que ejecutan sus piruetas.
Junto a estos grupos de imágenes abigarradas se reconocen también casi siempre pequeñas figurillas de lechuzas y hombres, banderolas, flores, tiendas, escarabajos, recipientes, pero también líneas quebradas y espirales, contiguas o superpuestas y muy juntas. ¿Qué pueden ser? No son imágenes; sino escritura egipcia. Se llaman jeroglíficos. La palabra significa «signos sagrados», pues los egipcios se sentían tan orgullosos de su nuevo arte, la escritura, que el oficio de escribiente era el más respetado de todos, y la escritura se consideraba casi sagrada.
¿Quieres saber cómo se escribe con esos signos sagrados, o jeroglíficos? En realidad, no era nada fácil aprenderlo, pues funcionaba de manera similar a los acertijos hechos con imágenes, llamados igualmente jeroglíficos. Cuando se quería escribir el nombre del dios Osiris, a quien los antiguos egipcios llamaron Vosiri, se dibujaba un trono, que en egipcio se dice «vos», y un ojo, en egipcio «iri». Eso daba la palabra «Vosiri». Y, para que nadie creyera que aquello quería decir «ojo del trono», se añadía casi siempre al lado una banderita. Era el símbolo de los dioses, de la misma manera como nosotros escribimos una cruz junto a un nombre cuando queremos indicar que la persona en cuestión está ya muerta.
¡Ahora ya puedes escribir también tú «Osiris» en jeroglífico! Pero, piensa el esfuerzo que debió de suponer descifrar todo aquello cuando, hace unos 180 años, se comenzó a trabajar de nuevo sobre los jeroglíficos. El desciframiento sólo fue posible por el hallazgo de una piedra en la que aparecía el mismo contenido en lengua griega y en jeroglíficos. Y, sin embargo, fue todo un acertijo que requirió el esfuerzo de una vida entera de grandes eruditos.
Hoy podemos leer casi todo. No sólo lo que aparece en las paredes, sino también lo escrito en los libros. Sin embargo, los signos de los libros no son ni con mucho igual de claros. Los antiguos egipcios tenían, realmente, libros. Pero no de papel, sino de una especie de juncos del Nilo llamados en griego papyros, de donde viene nuestra palabra «papel».
Se escribía en largas tiras que, luego, se enrollaban. Se ha conservado una buena cantidad de esos libros en rollo; en ellos se leen actualmente muchas cosas y cada vez se ve mejor lo sabios y avispados que eran los antiguos egipcios. ¿Quieres oír un refrán escrito por uno de ellos hace 5.000 años? Tendrás que prestar un poco de atención y reflexionar bien acerca de él: «Las palabras sabias son más raras que el jade; y, sin embargo, las oímos de boca de pobres muchachas que dan vueltas a la piedra de moler».
Como los egipcios fueron tan sabios y tan poderosos, su reino duró largo tiempo. Más que cualquier otro hasta entonces. Casi 3.000 años. Y, así como conservaron cuidadosamente los cadáveres para que no se descompusieran, así también guardaron rigurosamente durante milenios sus antiguos hábitos y costumbres. Sus sacerdotes procuraban con toda exactitud que los hijos no hicieran nada que sus padres no hubieran hecho ya. Todo lo antiguo era sagrado para ellos. ERA SAGRADO PARA ELLOS. HASTA AQUI LEEMOS PARA HACER LA ACTIVIDAD.
Durante aquel largo periodo, la gente sólo se opuso en dos ocasiones a esta estricta unanimidad. Una vez, poco después del rey Keops, alrededor del año 2100 a. C., fueron los propios súbditos quienes intentaron cambiarlo todo. Se lanzaron contra el faraón, mataron a sus vigilantes y extrajeron las momias de las sepulturas. «Quienes antes no tenían siquiera sandalias son ahora dueños de tesoros; y quienes antes poseían bellas vestiduras, van ahora vestidos de harapos», cuenta un antiguo rollo de papiro. «El país gira como el torno de un alfarero». Pero aquello no duró mucho, y las cosas volvieron pronto a ser como antes. Quizá, más rigurosas que en la época anterior.
En una segunda ocasión fue el propio faraón quien intentó un cambio total. Aquel faraón, llamado Eknatón, que vivió en el 1370 a. C., era un hombre extraño. La fe egipcia, con sus numerosos dioses y costumbres misteriosas, le parecía inverosímil. «Sólo hay un dios», enseñó a su pueblo, «que es el Sol, cuyos rayos crean y mantienen todo. Sólo a él debéis rezarle».
Se cerraron los antiguos templos y el rey Eknatón se mudó a un nuevo palacio. Como se oponía absolutamente a todo lo antiguo y estaba a favor de bellas ideas nuevas, hizo pintar también las imágenes de su palacio de una manera completamente novedosa. Las pinturas no fueron ya tan serias, rígidas y solemnes como antes, sino de una total naturalidad y desenvoltura.
Pero todo aquello no le pareció bien a la gente, que quería ver las cosas como las había visto durante milenios. Así, tras la muerte de Eknatón, volvieron muy pronto a sus antiguas costumbres y al arte antiguo, y todo continuó como antes mientras subsistió el imperio egipcio. Durante casi tres mil quinientos años se sepultó a las personas en forma de momias, se escribió en jeroglíficos y se rezó a los mismos dioses, tal como se había hecho en tiempos del rey Menes. También se siguió venerando a los gatos como animales sagrados. Y si me lo preguntas, te diré que, en mi opinión, los antiguos egipcios tenían razón, al menos en esto.
DOMINGO, LUNES…
Mesopotamia en la actualidad—Excavaciones en Ur—Tablillas cerámicas y escritura cuneiforme—El código de Hammurabi—El culto a los astros—Origen de los nombres de los días de la semana—La torre de Babel—Nabucodonosor.
La semana tiene siete días. Se llaman…, ¡bueno, eso ya lo sabes! Pero, probablemente, no sabrás desde cuándo los días no van pasando uno tras otro, sin nombre ni orden, como pasaban para los hombres primitivos. Ni quién los reunió en semanas y les dio su nombre a cada uno. Eso no ocurrió en Egipto, sino en otro país donde también hacía calor. Y, en vez de un río, el Nilo, había incluso dos: el Eufrates y el Tigris. Por eso, aquel país se llama el país de los dos ríos. Y, como la tierra que merece la pena se extiende entre las dos corrientes, se le llama también país entre ríos, o con una palabra griega, Mesopotamia. Esta Mesopotamia no se halla en África, sino en Asia, pero no demasiado lejos de nuestra zona. Está situada en el Próximo Oriente. Los dos ríos, el Eufrates y el Tigris, desembocan en el golfo Pérsico.
Tienes que imaginar una amplísima llanura a través de la cual corren esos dos ríos. Es cálida y pantanosa y, a veces, las aguas inundan también el país. En esa llanura se ven en la actualidad de vez en cuando grandes colinas, aunque no son colinas de verdad: si comenzamos a excavar en ellas, encontraremos en primer lugar una gran cantidad de ladrillos y escombros. Poco a poco, nos iremos topando con altas y sólidas murallas, pues estas colinas son, en realidad, ciudades en ruinas, grandes ciudades con calles largas tiradas a cordel, casas altas, palacios y templos. Al no estar construidas en piedra, como en Egipto, sino con ladrillos, se han desmoronado con el paso del tiempo por la acción del Sol y, finalmente, se han hundido formando grandes montones de escombros.
Una de esas escombreras de un paraje desértico es hoy Babilonia, que fue en otros tiempos la mayor ciudad del mundo, con un increíble pulular de personas llegadas de todos los rincones que llevaban allí sus mercancías para intercambiarlas. Otra de esas escombreras, al pie de la montaña, aguas arriba, es también la segunda ciudad mayor del país: Nínive. Babilonia fue la capital de los babilonios. Eso es fácil de recordar. Nínive, sin embargo, fue la capital de los asirlos.
Este país no estuvo casi nunca gobernado en su totalidad por un único rey, como Egipto. Tampoco fue un imperio de duración tan larga y que se
mantuviera con fronteras fijas. En él habitaron múltiples pueblos y numerosos reyes que gobernaron sucesivamente; los pueblos más importantes fueron los sumerios, los babilonios y los asirlos. Hasta hace poco se creía que los egipcios eran el pueblo más antiguo en poseer todo cuanto denominamos cultura: ciudades con artesanos, príncipes y reyes, templos y sacerdotes, funcionarios y artistas, una escritura y una técnica.
Desde hace algunos años sabemos que los sumerios se hallaban por delante de los egipcios en varios de estos asuntos. Excavaciones realizadas en las escombreras que surgen del llano en las proximidades del golfo Pérsico nos han mostrado que a los habitantes de aquellos lugares se les había ocurrido la idea de modelar ladrillos con barro para construir con ellos casas y templos más de 3.100 años a. C. Bajo uno de los mayores montones de escombros se hallaron ruinas de la ciudad de Ur, donde, según la Biblia, vivieron los antepasados de Abraham. Allí se encontró un gran número de tumbas que debían de remontarse, aproximadamente, al mismo tiempo que la pirámide de Keops en Egipto. Pero, mientras la pirámide se halla vacía, en este otro lugar se descubrieron objetos magníficos y sorprendentes. Maravillosas alhajas de oro para mujeres y recipientes también de oro para ofrendas sepulcrales. Cascos de oro y puñales cubiertos de ese metal y piedras preciosas. Arpas suntuosas decoradas con cabezas de toros e—imagínatelo—un tablero de juego con cuadrados como los del ajedrez hecho de preciosas incrustaciones.
En estas escombreras se encontraron también piedras redondas con sellos, y tablillas cerámicas con inscripciones. Pero no en jeroglíficos, sino en otro upo de escritura casi más difícil aún de descifrar. Precisamente porque ya no emplea imágenes, sino trazos aislados acabados en punta y con aspecto de triángulos o cuñas. Se llama escritura cuneiforme. En Mesopotamia no se conocieron los libros de papiro. Todos los signos se escribían en arcilla blanda que, luego, se cocía en hornos, formándose así tablillas de cerámica duras. Se han hallado grandes cantidades de esa clase de tablillas de época antigua. Contienen largas y hermosísimas leyendas y relatos fabulosos que hablan del héroe Gilgamesh y de su lucha con monstruos y dragones. Y también numerosas inscripciones en las que ciertos reyes informan sobre sus hazañas y se enorgullecen de los templos erigidos por ellos para la eternidad y de cuántos pueblos han subyugado.
Se han encontrado tablillas antiquísimas con informes de comerciantes, contratos, certificaciones, listas de mercancías, etcétera. Por eso sabemos que los antiguos sumerios fueron ya, como lo serían más tarde los babilonios y los
asirios, un gran pueblo de comerciantes capaz de llevar muy bien las cuentas y distinguir con claridad lo justo de lo injusto.
De uno de los primeros reyes babilonios que dominaron todo el país conocemos una de esas grandes inscripciones grabada en una piedra. Es el código legal más antiguo del mundo: las leyes del rey Hammurabi. El nombre suena como salido de un libro de cuentos, pero las leyes son muy razonables, rigurosas y justas. Por eso podrás guardar en la memoria cuándo vivió Hammurabi, aproximadamente: unos 1.700 años a. C., es decir, hace 3.700 años.
Los babilonios eran rigurosos y diligentes, como lo fueron también más tarde los asirios. Pero no pintaban figuras tan coloristas como los egipcios. En sus esculturas y representaciones sólo suele verse, en la mayoría de los casos, al rey de caza o a sus enemigos presos y atados de pies y manos arrodillados ante él, además de carros de guerra que ponen en fuga a pueblos extranjeros, y a guerreros que asaltan fortalezas. Los reyes tienen una mirada sombría, llevan barbas largas negras y rizadas y pelo largo y en bucles. A veces los vemos ofreciendo sacrificios a los dioses; al dios del Sol, Baal, y la diosa de la Luna, Ishtar o Astarté.
En efecto, los babilonios y los asirios rezaban al Sol, la Luna y las estrellas, considerándolos sus dioses. En las noches claras y cálidas observaron durante años y siglos el curso de los astros. Y como eran personas de mente clara e inteligente, se dieron cuenta de la regularidad del recorrido de las estrellas. Pronto reconocieron las que parecen estar fijas en la bóveda del cielo y que vuelven a encontrarse cada noche en el mismo lugar. Y dieron nombres a las figuras formadas en el firmamento, tal como hoy hablamos de la «Osa Mayor». Pero aún se interesaron más por las estrellas que se mueven en la bóveda celeste y tan pronto se sitúan en la proximidad de la «Osa Mayor», como, por ejemplo, cerca de «Libra». Por aquel entonces se creía que la Tierra era un disco fijo, y el firmamento una especie de esfera hueca tendida como una concha sobre la Tierra y que giraba una vez al día. Seguro que les extrañaba de manera especial que las estrellas no estuviesen todas fijas en aquella concha celeste y que algunas pudieran ser móviles, por así decirlo, y desplazarse de un lado a otro.
Hoy sabemos que son los astros los que se mueven a una con la Tierra en torno al Sol. Los llamamos planetas. Pero era imposible que los antiguos babilonios y asirios lo supieran; por eso creían que detrás de aquello se escondía alguna magia misteriosa. Dieron a esos astros nombres propios y los observaron siempre con atención, pues creían que se trataba de seres
poderosos y que su posición significaba algo para el destino de los seres humanos. Por eso deseaban predecir el futuro según la posición de dichos astros. Esta creencia se llama adivinación por los astros, o, con una palabra griega, astrología.
Se creía que algunos planetas proporcionaban suerte; y otros, desgracia. Marte significaba guerra; Venus, amor. A cada dios de un planeta se le consagró un día. Y, como con el Sol y la Luna sumaban exactamente siete, dieron origen a nuestra semana. Todavía seguimos diciendo lunes (por la Luna) y martes (por Marte). Los cinco planetas conocidos entonces se llamaban Marte, Mercurio, Júpiter, Venus y Saturno. En los nombres castellanos de la semana se reconocen estos nombres de los planetas, al igual que en muchas otras lenguas que se siguen hablando en la actualidad. Fíjate en los nombres franceses de la semana. Se llaman mar-di (de Marte), mercre-di (de Mercurio), jeu-di (de Júpiter), vendre-di (de Venus). Para el sábado, observa el inglés. En esta lengua, el día de Saturno se llama Satur-day. En alemán es algo más complicado porque los nombres grecorromanos de los dioses han sido sustituidos dentro de lo posible por sus correspondientes dioses antiguos germánicos. Así el miércoles, Dienstag (mar-tes) deriva, quizá, de Zius-Tag [día de Ziu], pues Ziu era el antiguo dios alemán de la guerra; de la misma manera, Donnerstag (jueves) proviene de Donar, el antiguo dios alemán al que se veneraba de la misma manera que a Júpiter. ¿Podías creer que nuestros días de la semana tienen una historia tan honorable y curiosa y con tantos milenios de antigüedad?
Para hallarse más cerca de las estrellas y poderlas ver también mejor en su país brumoso, los babilonios, y todavía antes los sumerios, levantaron extraños edificios. Grandes y amplias torres superpuestas e imponentes formando varias terrazas, con enormes contrafuertes y altas escalinatas. El templo para la Luna o los planetas se alzaba justo en lo más alto. La gente acudía de lejos llevando consigo valiosas ofrendas para que los sacerdotes les pronosticaran el destino a partir de los astros. Estas torres escalonadas surgen aún hoy en ruinas por encima de los montones de escombros, y se pueden hallar inscripciones en que los reyes cuentan cómo las erigieron o repararon. Tienes que pensar que los primeros reyes de esta región vivieron hace alrededor de 3.000 años a. C.; y los últimos, hace unos 550, también a. C.
El último rey babilonio verdaderamente poderoso fue Nabucodonosor. Vivió hacia el 600 a. C. Sus campañas de guerra le hicieron famoso. Luchó contra Egipto y deportó a muchos pueblos a Babilonia como esclavos. Pero sus mayores hazañas no fueron en realidad sus campañas bélicas sino los
imponentes canales y depósitos de agua que ordenó construir para hacer fértil la tierra. Desde que esos canales se cegaron y los depósitos de agua se cubrieron de lodo, el país se ha convertido en esa llanura desértica y pantanosa donde se ven surgir a veces colinas de escombros.
Y cuando nos alegremos porque acaba la semana y llega de nuevo el domingo (en alemán Sonn-Tag, el «día del Sol»), pensemos alguna vez en esas escombreras de aquella cálida región pantanosa y en los severos reyes con barbas largas y negras, pues ahora sabemos la relación existente entre todo ello.
UN ÚNICO DIOS
Palestina—Abraham de Ur—El diluvio universal—La servidumbre en Egipto—Moisés y el año del éxodo—Saúl, David, Salomón—La división del reino—Aniquilación de Israel—El profetismo—La cautividad de Babilonia—El regreso—El Antiguo Testamento y la fe en el Mesías.
Entre Egipto y Mesopotamia se extiende un país con valles profundos y extensos pastizales. Pueblos de pastores cuidaron allí durante muchos milenios sus rebaños, plantaron viñas y cereal y cantaron al anochecer, tal como lo hace la gente del campo. Aquel país se extendía entre Egipto y Babilonia, y, precisamente por eso, fue conquistado y dominado en otros tiempos por los egipcios y, luego, por los babilonios; y los pueblos que vivían allí fueron llevados de un lado para otro. También ellos se construyeron ciudades y fortalezas, pero no eran lo bastante fuertes como para oponerse a los imponentes ejércitos de sus vecinos.
«Es triste—dirás—pero, sin embargo, no es historia. El número de pueblos de esas características debió de haber sido incalculable». En eso tienes razón. No obstante, aquel pueblo tuvo algo especial; y por tal motivo no sólo ha llegado a ser historia, sino que, a pesar de su pequeñez y falta de poderío, hizo él mismo historia, es decir, determinó la situación y el destino de toda la historia posterior. Ese algo especial fue su religión.
Todos los demás pueblos oraban a una multitud de dioses. Ya recuerdas a Isis y Osiris, a Baal y Astarté. Pero aquellos pastores rezaban sólo a un único Dios. A su Dios que, según creían, los protegía y dirigía de manera especial. Y cuando, al caer la noche, cantaban junto al fuego de campamento sus propias hazañas y combates, lo hacían cantando al mismo tiempo las hazañas y combates de aquel Dios. Su Dios, decían en sus cantos, era más fuerte y superior a todos los numerosos dioses de los paganos. Sí; en realidad era el único—así se llegó a declarar con el tiempo en sus cantares—. El único Dios, creador del cielo y de la Tierra, del Sol y de la Luna, del agua y de la tierra, de las plantas y los animales y también de los seres humanos. El, que puede manifestar su terrible enfado en la tormenta, pero que, al final, no abandonará a su pueblo cuando los egipcios lo opriman y los babilonios lo destierren. En efecto, su fe y su orgullo consistían en que ellos eran su pueblo, y él su Dios.
Quizá hayas adivinado ya quién fue ese extraño pueblo de pastores sin ningún poderío. Fueron los judíos. Los cantos con que cantaban sus hazañas, que eran las hazañas de Dios, son el Antiguo Testamento de la Biblia.
Cuando algún día leas la Biblia como es debido—aunque para ello tendrás que aguardar aún un poco—, encontrarás en ella tantos relatos de tiempos antiguos y tan llenos de vida como en casi ningún otro lugar. Es posible que ahora puedas imaginar mejor que antes ciertas cosas de la historia bíblica. Ya conoces la historia de Abraham. ¿Te acuerdas aún de dónde llegó? Este dato aparece en el Génesis, en el capítulo XI: de Ur, en Caldea. Ur; ¡claro!, aquel montón de escombros junto al golfo Pérsico donde, en años recientes, se ha excavado un número tan grande de objetos antiguos: arpas y tableros de juego, armas y joyas. Pero Abraham no vivió allí en tiempos antiquísimos, sino, probablemente, en la época de Hammurabi, el gran legislador. Eso fue —¡pero también lo sabes!— en torno al 1700 a. C. En la Biblia aparecen igualmente varias de las leyes estrictas y justas de Hammurabi.
Pero esto no es lo único que cuenta la Biblia acerca de la antigua Babilonia. Seguro que te acuerdas de la historia de la torre de Babel. Babel es Babilonia. Y ahora puedes imaginar también mejor esa historia. Sabes, en efecto, que los babilonios construían torres realmente enormes «cuyo vértice llegaba al cielo», o sea, para estar más cerca del Sol, la Luna y las estrellas.
La historia de Noé y del diluvio universal sucede también en Mesopotamia. En varias ocasiones se han desenterrado allí tablillas cerámicas con escritura cuneiforme que cuentan esa historia de manera muy similar a como aparece en la Biblia.
Un descendiente de Abraham el de Ur (leemos en la Biblia) fue José, hijo de Jacob; el mismo a quien sus hermanos vendieron para que fuera llevado a Egipto, donde luego llegó a ser consejero y ministro del faraón. Ya conoces la continuación de la historia, cómo se abatió una hambruna sobre todo el país, y cómo los hermanos de José marcharon a la rica tierra de Egipto para comprar allí grano. Por aquellas fechas, las pirámides tenían ya más de 1.000 años, y José y sus hermanos debieron de haberse sentido tan maravillados al verlas como nosotros hoy.
A continuación, los hijos de Jacob y sus descendientes marcharon a vivir a Egipto, y pronto se vieron obligados a trabajar para el faraón tan duramente como los egipcios de la época de las pirámides: en el libro del Éxodo, capítulo I, se dice: «Los egipcios impusieron a los hijos de Israel trabajos penosos y les amargaron la vida con dura esclavitud imponiéndoles los duros trabajos del barro y los ladrillos…». Finalmente, Moisés los sacó conduciéndolos al
desierto. Esto ocurrió, probablemente, hacia el 1250 a. C. Desde allí intentaron reconquistar la tierra prometida, es decir, el país en que habían vivido en otros tiempos sus antepasados desde Abraham. Y al fin lo consiguieron, después de largas luchas sangrientas y crueles. De ese modo tuvieron su propio reino, un reino pequeño con una capital: Jerusalén. Su primer rey fue Saúl, que combatió contra el pueblo vecino de los filisteos y murió también en esa lucha.
La Biblia cuenta otras muchas bellas historias de los siguientes reyes, David y Salomón, que leerás allí. El sabio y justo rey Salomón gobernó poco después del año 1000 a. C., es decir, unos 700 años después del rey Hammurabi, y 2.100 después del rey Menes. Salomón levantó el primer templo, fastuoso y grande como los egipcios y los babilonios. No lo construyeron arquitectos judíos sino extranjeros, llegados de los países vecinos. Aun así, había una diferencia. En el interior de los templos paganos se alzaban las imágenes de los dioses: Anubis, con su cabeza de chacal, o Baal, a quien se ofrendaban incluso seres humanos. Pero en lo más profundo, en lo más sagrado del templo judío no había imagen alguna. De aquel Dios, tal como se apareció a los judíos como primer pueblo en toda la historia, de aquel Dios grande y único, no se podía ni se debía fabricar ninguna imagen. Ésa es la razón de que allí se encontraran sólo las tablas de la Ley con los Diez Mandamientos. En ellas era donde se representaba Dios.
Tras el reinado de Salomón, las cosas no les fueron ya muy bien a los judíos. Su monarquía se escindió en un reino de Israel y otro de Judá. Hubo muchas luchas y, finalmente, una de las mitades, el reino de Israel, fue conquistada y aniquilada por los asirios en el año 722.
Pero lo curioso es que esas múltiples catástrofes hicieron auténticamente piadoso al pequeño pueblo judío que aún quedaba. En medio del pueblo se alzaron ciertos hombres, no sacerdotes sino gente sencilla, con el sentimiento de que debían interpelarlo, pues Dios hablaba por ellos. Sus prédicas decían siempre: «Vosotros tenéis la culpa de todas las desgracias. Dios os castiga por vuestros pecados». En las palabras de estos profetas, el pueblo judío oía una y otra vez que todos los sufrimientos eran tan sólo castigo y prueba, y que en algún momento llegaría la gran redención, el Mesías, el Salvador, que devolvería al pueblo su antiguo poder, además de una felicidad interminable.
Pero el sufrimiento y la infelicidad estaban aún lejos de concluir. ¿Te acuerdas de Nabucodonosor, el poderoso héroe guerrero y soberano babilonio? En su campaña contra Egipto atravesó la tierra prometida,
destruyó Jerusalén en el año 586 a. C., le sacó los ojos a su rey Sedecías y llevó a los judíos cautivos a Babilonia.
Allí permanecieron casi 50 años hasta que, en el 538, el imperio babilonio fue destruido por sus vecinos persas. Cuando los judíos regresaron a su antigua patria, eran otras personas. Diferentes de todos los pueblos de su entorno. Se mantuvieron apartados de ellos, pues los demás les parecían idólatras que no habían reconocido al verdadero Dios. Fue entonces cuando se redactó la Biblia tal como la conocemos hoy, al cabo de 2.400 años. Pero los judíos acabaron resultando inquietantes y ridículos para los otros pueblos, pues siempre estaban hablando de un único Dios a quien nadie podía ver y observaban escrupulosamente las leyes y costumbres más rigurosas y difíciles, sólo porque, al parecer, aquel Dios invisible se lo había ordenado. Y aunque, tal vez, los judíos fueron los primeros en excluirse de los demás, éstos se separaron luego progresivamente de los judíos, aquel minúsculo residuo de pueblo que se llamaba a sí mismo «elegido» y se sentaba día y noche a leer sus sagradas escrituras y cantares, meditando sobre el motivo por el que el único Dios hacía sufrir a su pueblo de aquel modo.
P.U.E.D.E.S. L.E.E.R.
La escritura alfabética—Los fenicios y sus asentamientos comerciales.
¿Cómo lo haces? «¡Eso lo sabe cualquier niño de Primaria!», me dirás. «¡Tienes que deletrear!» ¿Qué significa eso? «Pues mira, hay una T y luego una U, y eso significa TÚ. Y con 24 signos se puede escribir todo». ¿Todo? ¡Sí, todo! ¿En todas las lenguas? ¡En realidad, sí!
¿No es maravilloso? Con 24 simples signos compuestos por unos pocos trazos se puede escribir todo. Cosas sabias y estupideces. Cosas santas y maldades. En todas las lenguas y con cualquier sentido.
Los antiguos egipcios no lo tuvieron tan sencillo con sus jeroglíficos. Ni tampoco fue así de simple con la escritura cuneiforme. En esas escrituras había cada vez más signos que no significaban letras sino, por lo menos, sílabas enteras. Pero que cada signo significara sólo un sonido y que con 26 sonidos se pudieran componer todas las palabras imaginables era algo enormemente nuevo. Lo descubrieron personas que se veían obligadas a escribir mucho. No sólo textos y cantares sagrados, sino muchas cartas, contratos y acuses de recibo.
Sus descubridores fueron comerciantes. Comerciantes que llegaron lejos remando por el mar e intercambiaron, enviaron y mercadearon con productos de todos los países llevándolos a todos los rincones del mundo. Vivían muy cerca de los judíos. En ciudades mucho mayores y más poderosas que Jerusalén; en las ciudades portuarias de Tiro y Sidón, con unas muchedumbres y un ajetreo muy parecidos a los de Babilonia. Su lengua y religión estaban también muy emparentadas con las de los pueblos mesopotámicos. Pero los fenicios (así se llamaba el pueblo de Tiro y Sidón) eran menos belicosos. Preferían realizar sus conquistas de otra manera. Se hacían a la vela adentrándose en el mar hasta llegar a costas desconocidas y fundaban allí establecimientos comerciales donde podían intercambiar, con los pueblos salvajes que vivían allí, pieles y piedras preciosas por utensilios, recipientes y telas de colores, pues eran, en efecto, artesanos mundialmente famosos y contribuyeron también a la construcción del templo salomónico en Jerusalén. Pero la mercancía más famosa y codiciada, que exportaban al ancho mundo, eran sus tejidos teñidos, sobre todo los de color púrpura. Algunos fenicios se quedaron en las delegaciones comerciales de las costas extranjeras y construyeron allí ciudades. Los fenicios fueron bien recibidos en
todas partes, en África, en España y en el sur de Italia, pues transportaban objetos hermosos.
Estos fenicios no estaban tan alejados de su patria, pues podían escribir cartas a sus amigos de Tiro o Sidón. Cartas con aquella escritura maravillosamente sencilla descubierta por ellos, con la que… todavía seguimos escribiendo hoy. ¡Sí, de veras! La B que ves aquí es una letra muy poco distinta de la que emplearon los antiguos fenicios hace 3.000 años para escribir desde lejanas costas a su casa, a aquellas pululantes y activas ciudades portuarias de su patria. Ahora que lo sabes, no olvidarás ya, seguramente, a los fenicios.
LA ACTIVIDAD
PLAN LECTOR
1- Biografia del autor :Ernst H. Gombrich
2-Glosario. imposible, vertigo , minusculo, archiprimitivo, desleir, dragones, diplodocus, prehistoria, aridez,comprimido.
3- Busca el significado de 15 palabras desconocidas para ti.
4- cuentanos tus resumen de la historia. (Escribela) HASTA DONDE LEIMOS HOY ABRIL 13 DE 2021.
HASTA AQUI LA CLASE VIRTUAL S.10-C.06 CIENCIAS SOCIALES 5.7 Abril 13 de 2021